LA
MENDIGA DE AMOR Svetlana DeonRETRO, SPB, RUSIA 2006
EN LUGAR DE PREFACIO La vida, junto al
portón, me despidió al partir: Colocó sobre mi
pecho un fardel para el amor Y desde el umbral me
colmó de bendiciones... ... Mas olvidó
indicarme el camino.... Clarina - S. –Esta niña miente más que habla –sentenció mi padre, y por primera vez me azotó. –Ella cree que lo que dice es cierto –trató de interceder mi madre. –Tiene demasiada imaginación –azuzó la abuela. –Ve cosas que no existen, como todos los niños –sollozó mi viejita aya. –Simplemente ella ve lo que nosotros no vemos. Lo que ya no somos capaces de ver –sonrió con amargura mi siempre radiante tía. La mañana del día siguiente a la azotaina, si entornaba los ojos podía recordar cinco huevos de serpiente en la hierba: mañana de ellos nacerán, o puede que ya hayan roto el cascarón, cinco «serpientes», en cuya existencia no creyó ni uno sólo de los cinco adultos. «Será simplemente que veo cosas que aún no existen», supuse la primera vez… «Yo veo mejor con los ojos cerrados. En la oscuridad se puede ver lo invisible, incluso el futuro, pues no molestan las cosas que hay alrededor», comprendí más tarde, con los años... Los huevos de serpiente eran cinco. Entonces yo también tenía unos cinco años, y los «adultos» reunidos en la veranda aquel remoto verano también eran cinco, si no contamos al aya. Y los azotes que me dieron con el cinturón también fueron cinco, más uno de propina «para el futuro». Pero entonces yo nada sabía aún de la «coincidencia». Porque a quien para mis adentros yo llamaba Sonrisa, la conocí después, cinco días más tarde… Este libro trata sobre ella, que me enseñó a no temer a la oscuridad. Sobre una mujer que me devolvió la memoria y que sabía que el tiempo también tiene sueños. Sobre las coincidencias que no son casuales y sobre Vida tras la Vida*. Este libro trata sobre del destino de un alma. Hubo un tiempo en que se llamó Clarina… «Un libro es un acto voluntario de entrega altruista e irrevocable a los demás», leí en la primera página de su diario, titulado «Memorias tras la Vida». En este libro todo es verdad, a excepción de lo que ya no ha de suceder. Y a excepción también de las imágenes reflejadas en el espejo, que han sido intencionadamente alteradas, así como los nombres de los personajes. Se ha hecho por respeto no sólo al pasado, sino también al presente. <>Vera
<><>19 de
noviembre de 2013.
¿Será cierto que al
amanecer, Envuelta en una
túnica blanca desgarrada, Me hayan llevado ante el verdugo
condenada a pena de amor, Y que yo misma vaya
a reclinar la cabeza sobre el tajo? ¿Y si son
figuraciones? ¿Y si sólo es un delirio? ¿Y si no soy yo la
ajusticiada, sino el amor ciego? Puede que yo sea el
verdugo que camina en pos De la sombra que
conducen a la muerte Terrena.
Surada – C.
1111, 2001. –¡Quitadme la venda de los ojos! La voz pertenecía a una mujer cuyo rostro ocultaban largos cabellos negros. Estos cubrían no sólo su rostro, sino también el armazón de madera en el que descansaba su cabeza. –¡Retroceded! ¡Quiero ver sus ojos por última vez! –oí decir a una segunda voz. Pertenecía a un hombre alto de cabello oscuro que vestía un caftán de terciopelo negro bordado en oro. El verdugo dio un paso atrás. A su espalda un rayo de luz hizo brillar el filo del hacha. El hombre del caftán de terciopelo se inclinó sobre la mujer y, tras apartar sus cabellos, desató la venda. La mujer, joven y con las manos atadas detrás de la espalda, apartó la mirada del cadalso. Sus largos cabellos, que tocaban la tierra, cubrían su amplia túnica blanca. Miró a los ojos al hombre que permanecía de pie ante ella. –Me marcho a rezar por tu alma –profirió en voz baja la mujer y todo su cuerpo se estremeció. El abate de cabello cano que se encontraba junto al verdugo se persignó y se llevó a los labios el crucifijo de oro que colgaba sobre su pecho. –Aún no es tarde. Te llevas contigo mi corazón... Yo te condeno. Eres culpable –fueron las palabras del hombre del caftán negro que llegaron a mis oídos. Hizo una señal al verdugo. Extenuada, la mujer dejó caer la cabeza sobre el pecho. La abundante mata de pelo negro volvió a cubrir su rostro, y escuché: –Toda mi vida aquí no bastará para expiar tu pecado... –de pronto sufrió una brusca convulsión, como si hubiera recibido un golpe en la espalda, y lentamente colocó la cabeza sobre el tajo, con el rostro hacia el verdugo encapuchado. Aquel se inclinó y le cubrió el rostro con la abundante mata de pelo. –¿Qué? –profirió el hombre con voz temblorosa–. ¿De qué me acusas? La mujer movió la cabeza de forma apenas perceptible, un estremecimiento volvió a recorrer su cuerpo. El hombre se inclinó hacia ella y al instante se hizo atrás. Su rostro estaba desfigurado por el dolor. Cruzó los brazos sobre el pecho y apoyó la barbilla en los puños apretados. –No te acuso de que ejecutes, ni siquiera de esto... tú has tentado... –y sus palabras se fundieron con el silbido del hacha al levantarse... Justo delante de mis ojos, en la arcada del puente que salvaba el lago, aparecieron dos cisnes blancos. Uno se encontraba sobre la superficie espejada del agua, el otro era su reflejo con el cielo como fondo... Ambos nadaban hacia mí, y yo comencé a seguirlos atenta con la mirada a través de los negros mechones de pelo. Esta visión, que apareció por la derecha del abate que permanecía de pie a mi lado, de pronto comenzó a batir las alas, perturbando el agua. El abate se giró, pero al instante se llevó las manos a la espalda y comenzó a mirar fijamente algo que había detrás de mí... Una sacudida repentina en mis entrañas hizo que todo mi cuerpo se estremeciera. Un líquido denso y viscoso comenzó a descender por mis piernas hacia la hierba... Inquieta, bajé la mirada hacia la parte inferior de la túnica, que se había enredado entre mis rodillas. Por el dobladillo iba extendiéndose una gran mancha roja... En ella trajinaban unas hormigas negras que habían descendido en hilera por el tocón en el que apoyaba la rodilla. El sonido del aire cortado sobre mi cabeza me obligó a contener la respiración. –¿Es esto, acaso, el fin? –exhalé abatida, mientras volvía a dirigir la mirada al cisne y a las antorchas que brillaban en los ventanales del castillo que se erigía en el extremo del puente. El cisne dio la vuelta y comenzó a nadar por el cielo... Me desperté bañada en un sudor frío, provocado por el penetrante vacío que se había apoderado de mi vientre. La luz de la sala estaba encendida. El gota a gota no se encontraba junto a mi cama. Fue el primero de los sueños que tuve en «Vida tras la Vida» después de que la víspera dejaran de inyectarme el somnífero. A la mañana siguiente el doctor Peroni me explicó que el hombre que regresa de la muerte es capaz de visualizar durante el sueño escenas del destino de su alma antes del propio nacimiento. Puede, por ejemplo, soñar recuerdos de una vida anterior. Además es posible que vea los fotogramas de la vida que una vez vivió desde dos ángulos: desde fuera, en calidad de observador ajeno a los hechos, o convirtiéndose en el centro de lo que acontece. De ahí que la impresión de estar «fuera de uno mismo» alterne con la clara sensación de encontrarse «dentro de uno mismo». Sólo más tarde, cuando pronunció el diagnóstico definitivo, hizo referencia a que durante el sueño es posible ver, desde los dos puntos de vista mencionados, algo más que los propios recuerdos. Se aclaró entonces que el doctor ya conocía la naturaleza de mis sueños: yo soñaba vidas ajenas, viajes que mi alma no había realizado. El doctor Peroni denominó a este fenómeno rara excepción «a las reglas de la confraternidad del alma y el cuerpo». Sin embargo, el hecho en sí de la penetración de un alma en otra lo clasificó como un tipo de reincidencia «nada excepcional» en mi caso, que era el del retorno de la muerte sin memoria. El doctor subdividía la muerte en dos categorías: reversible e irreversible. A la última la denominó «retorno a la eternidad», a la primera «retorno a la vida». Yo pertenecía al tipo de retornados comunes, los que regresaban de una muerte reversible. La única excepción, la única retornada de una muerte «prolongadamente irreversible» era ella. Clarina. PARTE I
BAREMO DE CORAJE Capítulo
I
EL PRIMER DÍA DE UNA SEGUNDA VIDA Corría el último día de agosto del año 2013. El primero de la vida que había comenzado de nuevo para mí. El primero después de dejar «Vida tras la Vida». Igual que hace cuatro meses, me encontraba sola en Londres, intentando abrirme paso por entre el torrente de personas que transitaba por Oxford Street en dirección opuesta a la mía. Me acercaba mucho a los escaparates y no apartaba la vista de mi reflejo en ellos, que se deslizaba entre los emperifollados maniquíes sin separarse de mí un solo paso. Mi propia sombra, a la que la luz del día hacía semitransparente, era el único «ser» conocido que había sobrevivido para mí en este mundo. De repente ella dejó de deslizarse por el cristal y se quedó petrificada entre un grupo de maniquíes femeninos desnudos. Cuatro bellezas cuyos rostros asustaban por su autenticidad y que no llevaban encima otra cosa que unos pantys negros. Dos eran rubias y dos morenas, todas tenían los torsos desnudos y permanecían de pie en el escaparate de la tienda con las piernas muy separadas y los brazos extendidos hacia delante. Una de las rubias me miraba directamente a los ojos con sus oblongos cristalitos verdes. Sin apartar la mirada de sus vaporosas pestañas, avancé unos cuantos pasos a lo largo del escaparate. La muñeca seguía observándome. De pronto me vino a la mente el titular de un artículo que yo misma había escrito tres años atrás para «Vogue»: «Lo último en reclamos. ¡El efecto Gioconda!» El artículo salió el día de mi vigésimo quinto cumpleaños en el número de mayo de la revista. Examiné a la «rubia» con desconfianza. Un poco más arriba de las caderas, en el lugar donde acababan los pantys, había una línea de corte transversal que dividía el cuerpo en dos. Sin embargo su torso se ladeaba y no coincidía con la parte inferior del tronco. A la «vecina» se le descubría un defecto aún más cómico: en el brazo izquierdo llevaba ensartada la mano derecha, y además con la palma hacia abajo, de modo que el dedo pulgar quedaba en el lado exterior. Por lo visto las habían ensamblado con prisa y habían confundido las partes del cuerpo. Pero lo que de verdad me hizo reír fue el letrero que podía leerse en el cristal, por encima de los pomposos peinados de aquellas bellezas: SALE – 50% OFF! ¡Menos el 50%! «Un juego de palabras bastante logrado», aprecié el gracejo del difunto diseñador italiano. Hacía más de dieciséis años que Versace no estaba entre los vivos, pero sus provocadoras creaciones aún continuaban viviendo. Por lo visto su escandaloso asesinato hizo que su fama póstuma fuera aún más esplendorosa que la que gozó en vida. Después de que a Versace lo disparara un amante celoso, que al poco acabó con su propia vida, la muerte se puso de moda. Lo declaró abiertamente la nueva línea de trajes de noche del inmortal diseñador, que recordaba a las prendas de luto del medievo. Este último grito en moda fue secundado por otros diseñadores, que adornaron sobrios trajes de noche negros al estilo póstumo de Versace con bordados dorados y piedras de diferentes colores. Poco a poco, pasadas algunas temporadas, estas prendas «de luto» del difunto modisto llegaron a convertirse en trajes de fiesta en toda regla, hasta tal punto que los trajes de noche más sobrios comenzaron a parecer a su lado vestimentas fúnebres. El escaparate contiguo, que exhibía elegantes vestidos largos, me sugirió la idea de que en nuestro siglo XXI la moda había borrado por completo la línea divisoria entre el luto y la fiesta. En definitiva, había regresado sin que se notara al Antiguo Egipto, donde recibían a la muerte ataviados con lujosos ropajes. ¿Sería esa la razón por la que se habían hecho tan populares los adornos egipcios de tiempos de los faraones tanto para los trajes de noche como para los de luto? «Al despuntar el tercer milenio la moda nos ha devuelto la eternidad, perdida milenios atrás», presentaba mentalmente mi nota para el periódico, bajo la fotografía de los maniquíes semidesnudos que llevaban pantys negros con sonrientes soles dorados en el elástico. «¡Pues claro!», explicaba mentalmente a aquellos lectores imaginarios de mi artículo que se revelaban menos perspicaces: «“50% off” ¡Menos el 50%! Las bellezas van desnudas a propósito, por eso llevan sólo pantys. ¡Desde el escaparate chicas artificiales semidesnudas invitan a entrar en una tienda donde se vende con un descuento del cincuenta por ciento! Es evidente que el modo en que por deformación profesional antes hablaba conmigo misma, con frases de estilo periodístico, ha permanecido intacto en mi retornada memoria», advertí contrariada, e inmediatamente pensé: «Al parecer además de mi fiel sombra también ha sobrevivido mi costumbre de “quedarme embobada delante de los escaparates”, como solía decir Nikolaj». Al acordarme de él y de Romočka pensé que seguramente ya se habrían ocultado entre la multitud... Sucedía a menudo. Kolja perdía la paciencia y tiraba a Romočka del brazo: «¡Vamos, vamos, ya nos alcanzará mamá si es que es capaz de bajar de las nubes». Lo decía con la idea de que lo oyera no tanto nuestro Romočka como yo misma. Cuatro meses atrás (antes de «Vida tras la Vida») realmente yo estaba mirando embobada un escaparate y los perdí de vista a los dos. Me quedé completamente aturdida entre una multitud que me empujaba en la misma calle que ahora. Y cuando el pánico ya se había apoderado de mí, por fin «apareció» Romočka a mi espalda. Me agarró de la mano y comenzó a reír alegremente: «Ha dicho papá que te hemos dado una lección: no se puede vivir en las nubes». Recuerdo que me enfadé y no volví a pronunciar una palabra hasta la noche. «Ahí está, su primera conspiración masculina contra mí...» No me permití, sin embargo, llegar hasta el final de ese recuerdo. Me asusté: mi memoria, inesperadamente, comenzaba a coger velocidad. Miré alrededor. A mi lado se había detenido una pareja con dos adolescentes pecosos. Los chavales soltaban risitas mientras señalaban con el dedo mi reflejo en el cristal. «How stupid! And even no underwear!», una oronda inglesa pelirroja intentó apartar a los niños del «estúpido» escaparate con los impúdicos maniquíes que no llevaban «ni siquiera ropa interior». Los arrastraba tras de sí, pero ellos se resistían y lanzaban miradas furtivas a su padre, que me examinaba como si «menos el 50%» se refiriera también a mí. «Seguro que los míos me están esperando más adelante, para darme de nuevo una lección», conseguí engañarme a mí misma sólo por un instante, ya que tan pronto la mentira llegó a mis oídos grité para mis adentros con ira: «Sabes de sobra que no te están esperando, y que ya nunca te esperarán, así que si quieres “vive en las nubes” hasta la noche, que a nadie le importará, y mejor incluso si no bajas de ellas». Al parecer la memoria es algo dañino y vivir sin ella resulta más sencillo. Pero yo soy una persona creativa por naturaleza, por algo elegí la profesión de periodista, y puedo intentar engañar a la memoria, jugar con ella al escondite o al ganapierde, despistarla por un tiempo con ardides para que no proceda a atacar... De modo que me sacudí de encima mi letargo y me dirigí al pub inglés que había enfrente, cruzando la calle. Cuando finalmente conseguí abrirme paso hacia el borde de la acera, eché un último vistazo al escaparate de la tienda con los maniquíes desnudos. Había quedado bastante atrás, pues había vuelto a ser arrastrada por la multitud hacia la parada de autobús de debajo del reloj de los grandes almacenes «Selfridges», la misma en la que me había dejado una hora antes el autobús que había cogido en la estación. Sin caer en la cuenta de que primero hay que mirar a la derecha y no a la izquierda, como en el resto del mundo, bajé de la acera y caminé cruzando transversalmente la carretera hasta la isleta para peatones que había en medio. Entonces miré a la derecha. Detrás de mí, un autobús rojo de dos pisos me envolvió en una espesa fumarada negra. Contuve la respiración para no sentir el asfixiante olor a chamuscado, y caí oportunamente en la cuenta de que aquí, en Inglaterra, se circula «al revés». Lo advertían enormes letras blancas en los pasos de peatones: «Mire a la derecha y después a la izquierda». Por la izquierda avanzaba rápidamente hacia mí el autobús. Reculé hacia la salvadora isleta, y entonces sentí como si me estuvieran clavando agujas en la punta de los dedos, y se apoderó de mis piernas una pesadez que ya me era familiar. Sólo un instante más y con el estridente chirrido de los frenos irrumpirá en la realidad un fotograma de la memoria que se ha conservado intacto, y será demasiado tarde para controlarse. «¿Qué hora será?», me pregunté. En el enorme reloj de los grandes almacenes el minutero, en espiral, y el horario casi se habían superpuesto, señalando hacia abajo, a la entrada de la inmensa tienda. Me obligué a abstraerme para dejar a un lado el peligroso juego que me traía con la memoria, y, obediente, me dije a mí misma: «Son casi las seis y media, por eso está a rebosar. Después del trabajo todos corren a las tiendas para que les dé tiempo a hacer sus compras antes de que cierren». Expiré y aspiré con cautela el olor nauseabundo del gas del tubo de escape que había dejado el autobús, y avancé hacia el letrero luminoso que indicaba «Open» en la ventana del pub que conocía, a la derecha de los grandes almacenes «Selfridges». El pub estaba vacío. A esa hora en Inglaterra aún no se ha cenado y ya no se sirve el lunch. Y el codo suelen empinarlo más tarde, después de cenar. Entrada la noche todos están «acabados»: se echan a la calle, dando tumbos, y entonan canciones. Los ingleses, de día circunspectos y tiesos como palos, acostumbran a beber al caer la tarde, y de un solo trago, como los rusos. «Aquí todavía sigue habiendo pocos rusos», recordaba uno de mis artículos en que incluía una estadística en clave de humor. Decía exactamente que en el periodo en que Rusia se renovaba siguiendo el modelo del capitalismo occidental de fin de siglo, Inglaterra se había convertido en «hogar único» sólo del diez por ciento de los nuevos rusos. El noventa por ciento restante tenía también residencias en otros países, donde la ley seca después de las once no estaba en vigor. Me eché a reír al recordar cómo tuve que defender en la redacción la necesidad de un párrafo extenso que explicara que los rusos de hoy habían empezado a subdividirse en «nuevos» y «no nuevos». Lo que en absoluto quería decir en nuevos habitantes y antiguos habitantes, sino en rusos millonarios y rusos corrientes, es decir, los que como antaño seguían siendo pobres ciudadanos de la antigua Unión Soviética. Recuerdo que pasé toda aquella noche en vela enfrentada a las palabras de doble sentido y a las infinitas posibilidades de expresión de la «magnífica y poderosa» lengua rusa, como la llamaba Turgenev. Con el artículo en inglés fue más fácil. El juego de palabras cupo en un párrafo «de una extensión pasable», como observó entonces mi editor. ¡Oh, inglés austero! Los ingleses no aman el riesgo, son parcos en palabras. Un mismo vocablo tiene múltiples significados, y en consecuencia su diccionario es menos voluminoso. Ellos respetan escrupulosamente las reglas, mientras que los rusos las establecen para saltárselas. Por eso no se adaptarían a vivir en tierra inglesa, aunque los bosques de aquí se parecen a los que tenemos en el norte, sólo que hay menos abedules... Interrumpió mis reflexiones el fuerte ruido de la puerta de dos hojas que se abrió tras la barra. Llevaba sentada en ella cerca de media hora, abandonada a mi suerte. Apareció un inmenso barman que se paró frente a mí, apoyó los codos en la barra y permaneció a la espera con aire inquisitivo. Me quedé desconcertada. –¿Qué desea? –preguntó finalmente. –Un café y un vaso de vino –balbuceé. –¿Con leche? –No, blanco –al pedirlo sentí que me ruborizaba. Estaba claro que no se podía responder de un modo más absurdo. Había perdido la costumbre de pedir yo misma el vino: «Son muchas las cosas a las que me he deshabituado por culpa del tiempo que se enreda en mi interior», me justifiqué mentalmente. –¿Le abro una botella o le sirvo un vaso, querida? «¡Este gordo descarado aún se está burlando de mí!», sentí que me ahogaba de indignación, lo que me hizo recordar que, por lo visto, yo era irascible. «Tranquila, sin complejos, querida», resonó en mi memoria la voz burlona de Nikolaj. Sin esperar a que me sirviera el café, me bebí de un trago el vaso de vino agrio que literalmente arranqué de las manos al parsimonioso barman. «Justo a tiempo. Aquí tenemos a la memoria atrapada en un callejón sin salida. A ver si aún se las ingenia para prohibirse a sí misma el café y el vino, dos bebidas que tienen para mí una “nocividad de alcance imprevisible”, según me previno Vittorio, es decir, el doctor Peroni», me corregí. Sentí que se me subía a la cabeza. Estoy harta de conversar conmigo misma sobre mi propia persona. Pero no puedo hablar de otra cosa que no sea yo. Porque los demás ya no están, y por eso no se puede hablar de ellos, sólo recordarlos. Pero la memoria no es amiga de las bromas. Con la memoria sucede como con la lengua rusa cuando no se estudia como es debido: puede haber malentendidos. Por eso hay que saber muy bien dónde colocar las comas, los puntos y los puntos suspensivos. Dónde callar. No pensar. No recordar... El barman no se dio ninguna prisa con el café. Siguiendo lentamente a su barriga, estiró ambos brazos hacia las repisas de las tazas. Hay cosas que uno sabe que no las puede mirar, pero se muere de ganas por hacerlo. Además, negarme algo a mí misma, al igual que cambiar de costumbres, era algo que no me gustaba. Así que clavé los ojos en un espejo indecoroso. En un primer momento la barriga, que se empinó a la vez que el barman, me dejó impactada. Sus pliegues se alisaron, y la camisa azul oscuro quedó ceñida a una enorme semiesfera. El barman se estiró más aún y yo comencé a seguir con la mirada los botones de su camisa... En el espacio que había entre ellos comenzaron a abrirse claros alargados por los que asomaba una pelambrera bermeja. Segundos después los claros entre los botones se habían redondeado. El barman y su barriga ya estaban de vuelta. El barman me puso delante la taza de café haciendo ruido, y mayor aún fue el golpe que dio al plantar el cenicero. –No fumo –recordé. –¿Azúcar? –Creo que tres cucharadas –trataba de apartar la mirada de los botones de color marrón cosidos con hilo azul oscuro. El barman desapareció tras la puerta de doble hoja. Cuando la taza de café estaba vacía, la puerta se abrió con gran estruendo y el barman me alargó tres sobrecitos de azúcar. Involuntariamente miré los botones. «¿Acaso cada vez que se marcha a la cocina acomoda su barriga dentro de la camisa?» Me dio lástima. Se me quitaron las ganas de exasperarme por el retraso con el azúcar. –Sírvame más vino, por favor, en esta misma copa y otro café en la misma taza –dije, horrorizándome sólo de pensar en la repetición del espectáculo que acababa de contemplar. –¿Es usted de Italia? –me preguntó afablemente mientras me servía vino tinto. –No. En absoluto. –¿Es usted de aquí? Tiene un acento extraño –trató de averiguar el barman. Era de mediana edad, pero ya se había quedado casi completamente calvo. «Sería interesante saber si siempre ha sido así o ha ido cogiendo kilos con los años. ¿Sabrá lo que es no estar gordo? ¿Será, simplemente, que se ha acostumbrado a sí mismo?», era capaz de luchar contra mi propia torpeza, pero no me atreví a decirle que no había pedido vino tinto sino blanco. Por primera vez después de muchos meses me encontraba a solas conmigo misma y con otra persona. Con un extraño que no era ni Clarina ni Vittorio. Al principio fue el doctor Peroni, mientras me tuvo como paciente, después simplemente Vittorio, cuando resultó, una vez recuperada mi memoria, que yo no tenía a nadie en el mundo. Ni siquiera a Clarina. No tenía ganas de hablar con el barman, a pesar de mi compasión por su obesidad. Cogí la taza de café y me senté en la mesita del ajedrez, junto a la chimenea. Justo a tiempo. Entraron al bar tres chicos. Hablaban entre ellos en voz alta y con acento irlandés, lo que hacía al inglés irreconocible. Los chicos se sentaron en la barra, y el barman, que aquí ya se olvidó de mí, se animó. Respiré con alivio. El sonido de las voces, aunque me irritaba, también apaciguaba mi constante angustia. La memoria estaba alerta. Pero delante de extraños no se atreverá, no se envalentonará. Así que tranquila. Los irlandeses de la barra ya estaban llorando de risa y chocaban las copas. Uno de ellos volvió la cabeza hacia mí y cuchicheó algo a sus amigos, que se giraron para mirarme. Quise hacerme invisible. Poder escuchar y ver a los demás, pero ellos a mí no. Como ya había sucedido una vez, durante quince minutos... Pero sobre eso hablaré después... Ha venido a mi memoria el «hombre invisible». ¿Para la memoria también fue invisible? Interesante. Me sentía como en un escenario. Por primera vez en la vida, tanto «antes» como «después» de aquello en lo que ni siquiera se puede pensar, estaba sola en un bar. No me refiero a que el bar estuviera vacío, sino a que yo estaba allí sin Kolja, por propio impulso. Y también porque sólo me tenía a mí misma. Sin contar a una memoria que me era hostil. Ir sola a pasear, de tiendas o de bares era algo que antes no había tenido ocasión de hacer. Por eso había entrado precisamente en este bar, en el que ya había estado antes, pero no yo sola. Kolja me dejó aquí con Romočka para que lo «esperáramos» mientras él se compraba en el inmenso «Selfridges» una maquina de afeitar eléctrica especial para Inglaterra. Ni la americana ni la que acababa de comprar en Moscú eran compatibles con el enchufe. Decidimos detenernos en Londres en el viaje de vuelta de Moscú a Nueva York. Y Kolja nunca se sentaba delante del tablero de ajedrez sin afeitar. Se sentía incómodo con su barba, que comenzaba a ser cana sólo en la mejilla izquierda. «Saltaba a la vista» descaradamente, «teniendo en cuenta sus treinta y tres años», su tez morena y su cabello corto y «erizado». Cuando nos conocimos llevaba rizos negros que después se cortó «para no provocar a las morenas, una vez casado», como él mismo bromeaba. Recordaba que el día en que se compró la afeitadora en «Selfridges» tampoco me encontraba cómoda en el bar sin él. Romočka, como siempre, hacía como si fuera solo en vez de conmigo, y los clientes del bar me miraban y llegaban a la conclusión de que no estaba acompañada. Entonces lamenté mucho haberme puesto una estrecha falda corta y zapatos de plataforma. Además llevaba demasiado maquillaje, porque por la noche íbamos al teatro y no quería tener que pasar por el hotel. O puede que a todas las rubias de ojos verdes con el pelo suelto las miren así cuando están solas en un bar. Esbocé una sonrisa amarga al recordar cómo entonces Romočka no respondía a mi llamada y yo no me decidía a «cruzar a nado» el bar hacia él en minifalda con las piernas desnudas. Por un instante cerré los ojos y me imaginé que él estaba allí, en el rincón, de puntillas delante de la máquina tragaperras, riéndose alegremente al oír caer las monedas. Como aquel día, cuando el inglés de rostro enrojecido por la cerveza no dejaba de ganar y las monedas se precipitaban una tras otra. No me atreví, sin embargo, a abrir los ojos enseguida. Primero giré la cabeza a la derecha para no ver el rincón de la máquina tragaperras, donde no había nadie, y después separé los párpados con brusquedad. Justo delante de mí, en un marco de bronce envejecido, jóvenes jinetes posaban con aire solemne a lomos de esbeltos caballos, como en la fotografía del joven Vittorio Peroni que había en su despacho de «Vida tras la Vida». […] Светлана Дион, Попрошайка любви,
Санкт-Петербург, Издательский Дом «Ретро»,
2006, pp. 6-14.
Traducción: José Ignacio López Fernández * «Vida tras la Vida» es un centro
privado
de investigación científica para personas que se han
mantenido en un estado de
muerte cerebral durante un lapso de entre cinco y cuarenta y cinco
minutos,
para personas que han regresado de la muerte gracias al etreum,
un preparado químico capaz de contrarrestar el efecto de la
degeneración del cerebro, interrumpiendo la entrada en
éste de oxígeno una vez
transcurridos cinco minutos de la parada cardiaca. La
composición del preparado
fue patentada por el doctor Vittorio Peroni en el año 1999.
Él también fundó el
centro, cuyas dependencias se extienden a lo largo de cuatro
kilómetros en
torno a un castillo medieval convertido en pensionado a las afueras de
Oxford,
en una localidad rural de los Cotswolds. |